Wednesday, August 16, 2006

EN BUSCA DE LA IGUALDAD PERDIDA
Por Daniel Horacio Cassani

I. Introducción.- II. Contexto histórico de Rousseau.- III. Concepción del hombre.- IV. Desigualdad y emergentes sociales.- V. El trueque.- VI. Las asambleas barriales.- VII. Los movimientos piqueteros.- VIII. El dificultoso camino del cambio.- IX. La posibilidad de la democracia directa.- X. Conclusiones.-


I. Introducción
A fines del año 2001 la sociedad civil elabora una de sus consignas más convocantes: “que se vayan todos”. Este llamamiento a la participación activa representa un mayor nivel de compromiso de quienes se movilizan e implica el control popular de los funcionarios públicos. Una lectura posible de este lema es su abordaje desde algunos presupuestos rousseaunianos.
Es común afirmar que el hombre moderno queda escindido en dos esferas: la pública y la privada. La primera lo sujeta a una organización política, la segunda lo hace actor en un universo de relaciones privadas donde persigue individualmente sus intereses particulares (1). Rousseau aporta su mirada desde la sociedad civil tratando de descubrir la voluntad general, por eso es insoslayable su reflexión en la encrucijada actual donde se desconfía de lo instituido y se ha perdido la certeza en las políticas públicas.
La fuerza y la vitalidad de la presencia del pensamiento de Rousseau en nuestra época se debe a que aborda muchos de los problemas centrales que nos preocupan. Las dificultades y paradojas de la política, la libertad y la democracia; como así también, las injusticias profundas de un sistema de relaciones económicas y sociales agresivamente utilitarias y competitivas.
Las paradojas del progreso tecnológico y el aumento de la exclusión social terminaron instalando en la sociedad un reclamo generalizado por la transparencia de gestión y por conductas éticas. Pero también subsiste la delegación de responsabilidades, o el ponerse en el típico papel de víctima y proyectar sobre los demás los compromisos propios.
Tomando en cuenta esta tensión que nos aprisiona entre nuestros deseos y las tradiciones culturales vigentes, este trabajo pretende analizar algunos emergentes sociales, como el trueque, las asambleas barriales y las organizaciones piqueteras, que surgen como respuesta del campo popular ante la crisis del sistema económico, social, político y cultural argentino.

II. Contexto histórico de Rousseau
En una reflexión de tipo económica y política Rousseau revela que la primer fuente del mal, la raíz de la opresión en las sociedades actuales, proviene de la apropiación y de la desigualdad social.
Las intensas transformaciones económicas y sociales provocadas por el desarrollo del modo de producción capitalista en Francia desde fines del siglo XVII y durante casi todo el siglo XVIII tuvieron un carácter plenamente negativo para la mayor parte de la población campesina. El progresivo empobrecimiento, las sucesivas crisis inflacionarias y recesivas, los graves desajustes financieros y fiscales, las dificultades cada vez mayores para procurarse un mínimo nivel de vida, la ruptura de las antiguas redes de solidaridad social entre los campesinos y su reemplazo por un creciente aislamiento individual, y, finalmente, el fenómeno creciente de la expulsión del campo y la búsqueda de mayores oportunidades en las ciudades fueron todos factores determinantes en la transformación capitalista de las vastas áreas rurales que todavía seguían existiendo bajo una forma de producción, en muchos casos típicamente feudal (2).
Frente a las alteraciones sustanciales que la modernización técnica estaba fomentando en la geografía económica y social de las áreas rurales, y en rechazo a la destrucción de las antiguas, tradicionales y puras formas de vida de los trabajadores agrícolas, cobró ímpetu desde principios del siglo XVI un nuevo tipo de expresión contestaria caracterizada por su alto tono reivindicativo y por su fuerte oposición al sistema industrial que con visible éxito se estaba implantando en las áreas todavía vírgenes de Europa occidental.
A partir del trazado de una clara divisoria en la historia de la humanidad en la que la apropiación de la tierra y el surgimiento de la industria fueron considerados como hitos demarcatorios, se procedió a contraponer un pasado ciertamente idealizado, una Edad de Oro pastoril en la que todos los individuos podían explotar al máximo su libertad e independencia dentro de un marco de paz bucólica y de armonía con la naturaleza circundante, frente a un presente marcado por el engaño, por el lucro capitalista y por la esclavitud de los hombres (3).

III. Concepción del hombre
El diagnóstico crítico de ese presente de la humanidad se apoya en una determinada concepción del hombre.
En esa construcción el estado de naturaleza se ubica en un plano especifico, dentro de la no historia, dentro de una periodización que escapa a cualquier intento de establecer una mínima cronología. En la era dorada de la humanidad como sistema arcaico de vida, se procede a la abolición del tiempo concreto. De este modo la idea del pasado se independiza de su relación con respecto a la inexorable marcha de la historia, y el más íntimo significado de la Edad de Oro se confunde de manera irreductible con el de un tiempo no datado y no contabilizable, en una época imaginaria de la que sólo sabemos que en ella se originó el desenvolvimiento del hombre y que estuvo caracterizada tanto por su precaria inocencia como por su frágil felicidad (4).
El establecimiento de la condición natural de la especie humana es un presupuesto lógico para el análisis de la historia real del hombre. Así, plantea la hipótesis de un hombre presocial inocente. Ese hombre presocial vive en un estado idílico de igualdad, paz y libertad. Sólo posee dos instintos: el de conservación y el de piedad hacia sus semejantes. En determinado momento el hombre va entrando en la “civilización”, y con ella, en la desigualdad, la injusticia y los conflictos (5).
Esta caída comienza con la institución de la propiedad privada: “…desde el momento en que un hombre necesitó la ayuda de otro; desde que comprendió que a uno solo le resultaba útil tener provisiones para dos, la igualdad desapareció, la propiedad se introdujo, el trabajo se volvió necesario y las vastas selvas se transformaron en campos rientes, que fue preciso regar con el sudor de los hombres y donde pronto se vio germinar y crecer con las cosechas la esclavitud y la miseria” (6).
Como se puede apreciar el repudio hacia los efectos socialmente negativos y disgregadores generados por el desarrollo capitalista entronca directamente, con los aportes teóricos creadores de auténticas utopías sociales críticas de la deshumanización producto de la industrialización en Europa, y en un plano directamente político y práctico, enlaza con las reivindicaciones de los movimientos sociales y políticos de destacada intervención frente a la cruel práctica de los cercamientos y de las expropiaciones de tierras hacia mediados del siglo XVII en Inglaterra.
Enseña Rousseau que: “Si examinamos el progreso de la desigualdad en esas diferentes revoluciones encontraremos que el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer término; la institución de la magistratura el segundo; el tercero y último fue el cambio del poder legítimo en poder arbitrario. De manera que el estado de rico y de pobre fue autorizado por la primera época, el de poderoso y débil por la segunda y por la tercera el de amo y esclavo que es el último grado de la desigualdad y el término al cual conducen finalmente todos los demás, hasta que nuevas revoluciones disuelvan por completo el gobierno o lo aproximen a la institución legítima” (7).
La transformación efectuada por el orden social se describe como un declive de la humanidad. A partir de la propiedad surge la primera desigualdad: la que hay entre ricos y pobres. Luego aparecerá inmediatamente la institución del gobierno, con el objeto de garantizar la propiedad, y con él surgirá la segunda desigualdad: la que hay entre débiles y poderosos. Finalmente, con la transformación del poder en despotismo surgirá la tercera desigualdad entre los hombres: la que existe entre señor y esclavo (8).

IV. Desigualdad y emergentes sociales
En este sentido, Rousseau afirma que la tierra había sido otorgada por la naturaleza como un tesoro común del que toda la humanidad, al menos en su estado natural, tenía derecho a sacar lo necesario para vivir y que, en consecuencia, la propiedad privada (que tenía como origen a la ambición y la avaricia humana) era la causa principal del mal y de todas las formas de abuso y de corrupción sociales.
En su visión el hombre cumple su misión vital de convertirse en el ser de la historia, en el protagonista absoluto del devenir de los tiempos, pero en un mismo movimiento el hombre se degrada, se disgrega, se pierde. La exaltación del progreso de las artes, de las ciencias y de las técnicas, como fue formulada por los intelectuales y por los divulgadores más conspicuos del Siglo de las Luces, no podría captarse en Rousseau sino como un testimonio complementario de corrupción y de degeneración moral en el hombre. “El espíritu, como el cuerpo, tiene sus necesidades. Las del cuerpo determinan los fundamentos de la sociedad, las del espíritu constituyen su adorno. Mientras que el gobierno y las leyes proveen a la seguridad y al bienestar de los hombres reunidos, las ciencias, las letras y las artes, acaso menos despóticas y más poderosas, extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro que los hombres cargan” (9).
Efectivamente, al alejarse cada vez más del primigenio estado de naturaleza, la humanidad no sólo rompe su armonía primordial con el mundo que la rodea, con el contacto transparente con las otras especies y con los grandes ritmos de la tierra: pierde también la libre facultad de comunicarse con los otros; en definitiva, la posibilidad de comprenderlos y de ser comprendida por ellos sin necesidad alguna de mediación (10).
El hombre se convierte en esclavo del medio porque el avance tecnológico es inversamente proporcional al conocimiento sobre sí mismo. El mundo se vuelve cada vez más desigualitario al mismo tiempo que el hombre se vuelve más individual y menos ciudadano: “…todos los progresos posteriores han sido en apariencia otros tantos pasos hacia la perfección del individuo, pero en realidad lo han sido hacia la decrepitud de la especie” (11). Para Rousseau las ciencias y las artes no ocasionan la desigualdad pero la encubren. La interminable búsqueda de perfección ligada de manera indisoluble a la creencia en el progreso económico prevaleciente durante el Iluminismo, será en consecuencia la responsable en última instancia de la pérdida de aquel mítico estado de naturaleza pacífico y de su reemplazo por una sociedad civil enraizada en la corrupción y el engaño.
Sin duda que compartimos con otros pueblos esta crisis de la civilización moderna y de sus instituciones políticas. Pero en nuestro país otras circunstancias particulares la han agravado.
Si los hombres son iguales por naturaleza, la crisis argentina nos recuerda que el orden desigualitario que sufrimos es producto de las propias convenciones introducidas por los hombres. El despertar de la sociedad se manifiesta con el grito “que se vayan todos”.
La conmoción que sacude el sistema político con la inédita sucesión, en apenas doce días, de cinco presidentes, es todavía un capítulo abierto. Las formas de representación política, que venían siendo cada vez más cuestionadas por la población tras los sucesivos ajustes, detonaron con el corralito que afectó a la clase media.
A partir de los cacerolazos, el privatismo y el individualismo, como formas de definir la inserción en el mundo, encuentran severos límites. Se recupera el espacio público, reaparece el protagonismo de la gente en la protesta y la deliberación pública es acompañada por la voluntad de hacer algo por los demás.
Frente a ese panorama aparecen nuevos emergentes sociales para enfrentar la crisis como el trueque, las asambleas barriales y los movimientos piqueteros. Una sociedad, al mismo tiempo que denuncia la mediación política, empieza a revalorizar el sentido del trabajo y del esfuerzo.

V. El trueque
El crecimiento desmedido del desempleo y de la marginación social genera este recurso atípico, semejante a lo practicado en períodos primitivos del intercambio de mercancías pero en circunstancias muy distintas.
En su época Rousseau propone que todas las operaciones comerciales pueden llevarse a cabo con el máximo de exactitud y sin moneda verdadera y propia, ya sea por la vía del intercambio o con la ayuda de una simple moneda ideal que serviría de término de comparación, ya sea adaptando por moneda algún bien real que sea calculable, como lo fuera el buey entre los griegos o la oveja entre los romanos, y fijando su valor medio (12).
En nuestro caso el trueque se inicia en el área económica como una salida al asfixiante fenómeno de la desocupación, pero adquiere rasgos distintivos de mayor vuelo. Comienzan a gestarse, muchos nodos, formas culturales opuestas a las que induce el sistema. Se eleva el sentimiento de solidaridad y la conciencia de que el trabajo no es un don que conceden los capitalistas sino una condición inherente al ser humano que puede ejercerse independientemente de aquéllos. Por tanto, su creación resulta una propuesta muy aleccionadora. Asimismo, el rechazo al dinero brota como un modo de defensa frente al capital que nada tiene que ver con los orígenes históricos del dinero, cuando surge como equivalente general para el intercambio (13).
En esta crítica al dinero lo más prometedor es el cuestionamiento a la representatividad y el surgimiento de redes horizontales que implican otra manera de relacionarse.

VI. Las asambleas barriales
Otro fenómeno original emergente de la crisis son las asambleas barriales. Éstas se originan claramente en la esfera política impugnando expresamente la legitimidad del poder. Expresan la negación de la partidocracia creando formas de relacionarse en franca contradicción con los hábitos piramidales de la cultura vigente. Se rechaza la representación o se la pone bajo control de los asambleístas, quienes producen múltiples expresiones de democracia directa. Se asume un protagonismo insospechado donde la participación vitaliza los ámbitos locales de la sociedad civil.
Quizás en esta participación activa del hombre común se note más la influencia de la prédica de Rousseau. Para éste, el establecimiento del derecho no puede recaer más que en el pueblo como totalidad de forma directa reunido en asamblea. El punto de partida es el consenso como único criterio legitimador del gobierno y del derecho (14).
El vecino que actúa en esta imprevista movilización tal vez recuerda al ciudadano romano en el ejercicio de los derechos de su soberanía. “Trataba ciertos asuntos, juzgaba ciertas causas y todo un pueblo era, en la plaza pública, magistrado casi con tanta frecuencia como ciudadano” (15).
Este vecino no se limita a las reivindicaciones barriales y procura también participar en la problemática política que conmueve al país. Rechaza a los políticos profesionales duramente enjuiciados como cómplices de los factores de poder que nos han postrado y cuestiona la representación clásica, promoviendo la participación directa. Asimismo, las asambleas buscaron conectarse entre sí y con otras expresiones afines dando muestras de una pluralidad promisoria (16).
Aparece un nuevo personaje político, el vecino, que difiere del militante tradicional. Aquella categoría estaba asociada a una suerte de eticidad social propia del barrio, pero la crisis lo lanza a un rol desconocido y protagónico.

VII. Los movimientos piqueteros
Otra clara señal de los emergentes que se han producido es la irrupción de los movimientos piqueteros. Éstos, en gran medida, testimonian la realidad social que vivimos en los últimos años. La clase obrera organizada sindicalmente pierde fuerza pinzada entre la precariedad laboral que logra imponer el bloque de poder dominante, y la conducción propatronal que dice representarla.
El modelo económico vigente de alto grado de concentración y especulación genera el flagelo de la desocupación. Son justamente los desocupados los que nutren los contingentes piqueteros. La resistencia a la marginación y miseria a que han sido reducidos se reflejan en los cortes de rutas y otras vías, que afectan la circulación de las personas y de las mercancías. Estos cambios en las manifestaciones de combatividad se corresponden con la declinación del clásico factor cohesivo de las unidades de producción que se ha desplazado a lo territorial, a los lugares donde la necesidad llega a niveles extremos. En otras palabras, a las ocupaciones de fábricas de ayer sucede la ocupación de las calles de hoy (17).
La presencia de este polifacético movimiento a lo largo y a lo ancho del país constituye un fenómeno político que ha tomado carta de ciudadanía, que recupera la dignidad de las personas y las proyecta en acciones comunes que van más allá de la constitución de los piquetes. Así, también se organizan actividades solidarias como hornos de pan, huertas, comedores comunitarios, talleres artesanales, bibliotecas y se insinúan intentos democráticos reales que rompen con las tradiciones de la delegación y la representación.
Esta idea de una economía de subsistencia también integra el repertorio discursivo de Rousseau. Tan pronto como los productos de la tierra dejen de ser mercancías, su cultivo se hará poco a poco, en cada provincia y aun en cada propiedad proporcional a la necesidad general de la provincia y a la necesidad particular del cultivador. Cada uno se esforzará por poseer en especie y mediante su propio cultivo todas las cosas que le son necesarias en vez de obtenerlas mediante intercambio, siempre menos cómodos y seguros por muy facilitados que se vean (18).
La preocupación por el otro aparece en la crisis como uno de los activos más importantes para construir un nuevo modelo.

VIII. El dificultoso camino del cambio
Estas experiencias se desarrollan dentro de la incertidumbre general que la crisis alimenta y bajo la presión de los factores de poder que procuran desgastar estas formas incipientes de una política nueva. Estos procesos van perdiendo fuerza, lo que hace recapacitar sobre las importantes dificultades que bloquean y erosionan la emergencia de lo nuevo.
En lo que hace al trueque la novedad se mezcla con los hábitos incorporados por la cultura dominante y su gran expansión en tan breve lapso, motorizada por la necesidad, resulta un factor contraproducente. Ese fantástico crecimiento estimula las deformaciones mercantiles, los fraudes y la intermediación y también da lugar al saboteo y la utilización de parte de los personeros de la política partidaria. El boom concluye pero, no obstante, subsisten diversos nodos fieles a los principios que les dieron vida. Era previsible que en un período de reanimación económica se redujera aun más su incidencia, pero está por verse cual es la simiente que dejan en el tejido social (19).
La irrupción de las asambleas barriales también sorprende a ciertos partidos de “vanguardia” que ven surgir una fuerza nueva por fuera de sus estructuras que de acuerdo con sus clásicos esquemas deben dirigir. Por eso buscan encuadrarla bajo su conducción tutelar lo que se convierte en otro obstáculo para esta original construcción democrática.
En cuanto al movimiento piquetero se ha tornado objeto de disputa del asistencialismo oficial que se manifiesta a través de la gestión clientelista de los punteros. Las formas organizativas piramidales son funcionales para el ejercicio de la dominación por parte de las minorías, por eso no toleran el estado deliberativo en las calles que imponen estos movimientos sociales.
Inmersos en la cultura política reinante, estos movimientos sufren las contradicciones que originan las ambiciones de poder y cuyas secuelas más evidentes son las divisiones y los enfrentamientos por ganar posiciones. También, las campañas mediáticas destinadas a fomentar el descontento de amplios sectores medios molestos por su accionar constituyen una traba para su desarrollo político.
Estas experiencias intentan gestar un modo distinto de hacer política en conflicto con los hábitos y las tradiciones firmemente arraigados en el imaginario colectivo, por eso el avance se realiza sobre un terreno minado de dificultades.
La influencia de la prédica individualista que exalta el capitalismo atraviesa a toda la sociedad. Ello incide aún dentro de las prácticas y prédicas solidarias pues subyace en la intimidad de la cultura del poder mediante la delegación de responsabilidades. Tan arraigada tenemos la tradición histórica del liderazgo que nos parece natural su concurso para generar cambios.
Esa dificultad se manifiesta tanto en los que ejercen el poder como entre quienes lo otorgan y está también firmemente enraizada en el campo popular. Porque así como para muchos es más cómodo y menos riesgoso demandar decisiones ajenas, para otros resulta tentador el ejercicio de las mismas. Esto no se limita meramente a ventajas materiales sino que incluye el placer narcisista que genera decidir por los demás y el usufructo del poder cuya disputa es una característica muy generalizada en el medio intelectual (20).
Cuando analizamos la actual protesta social hay que tener en claro que la inmensa mayoría lo hace contra la mala representación y no contra la representatividad misma, al igual que sólo ve en el Estado el asiento de la corrupción y la falta de equidad. El imaginario colectivo que hoy prevalece dista mucho de una crítica a la naturaleza del Estado y del poder. Si no se entiende esto se toma la crisis de confianza como un enjuiciamiento esencial, se confunden los tiempos y se sustituye la transformación de la realidad por el deseo.
Abolir las relaciones de dominio no es una cuestión que el deseo pueda solucionar. Su viabilidad dependerá de las luchas y de la creación de lugares que desarrollen otro tipo de lazos. Esto también depende del momento histórico, de la acumulación y el procesamiento de nuevas experiencias sociales fuera de los ejes de interpretación tradicionales.

IX. La posibilidad de la democracia directa
El rechazo de la delegación y la representación implica, para la sociedad, la posibilidad de sostener el grito “que se vayan todos” y construir el autogobierno. Este sueño pondría en práctica la democracia que imaginaba Rousseau.
Antes de negar esta posibilidad en razón de la complejidad de nuestra sociedad y su elevado número de habitantes, tengamos en cuenta que este deseo se potencia porque aparecen, en el terreno teórico y práctico, ciertos emergentes sociales que cuestionan la concepción piramidal y concentradora del poder.
Quizás podamos imaginar una organización con un sistema de decisiones múltiples. Nodos que decidan localmente y se conecten en red. Se dan estas posibilidades porque la cibernética y la telemática habilitan conexiones múltiples y a distancia casi al instante (21).
Algunos descalifican la democracia directa diaria en la que los ciudadanos se sientan ante un video y supuestamente se autogobiernan respondiendo al tema en el aire apretando un botón. No sólo el gobierno de la mayoría se convertiría en absoluto e ilimitado, sino que tampoco podría haber trueques y compensaciones entre diferentes rubros (22). Aún tomando en cuenta estas prevenciones, acotemos que ese supuesto gobierno de la mayoría no cumpliría con el concepto de voluntad general rousseaniano.
La ley, para ser tal, ha de cumplir dos requisitos parejamente indispensables: a) debe ser votada por la mayoría, en asamblea popular directa y b) debe ser aplicable a todos por igual. De esta forma, ni una medida impuesta por pocos a todos por igual, ni una medida impuesta por mayoría a unos pocos, pueden ser consideradas leyes (23).
Rousseau afirma que “lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos que el interés común que los une, pues en esta institución cada uno se somete necesariamente a las condiciones que le impone a los demás; acuerdo admirable del interés y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad que se ve desvanecer en la discusión de todo asunto particular, por falta de un interés común que una e identifique la regla del juez con la de la parte” (24).
La voluntad general no se crea sino que se descubre en el interior de cada uno, mediante la discusión con los otros en la asamblea popular. Lo que los hombres tienen de iguales es natural, lo que tienen de individuos (de diferentes) es adquirido, proviene de la civilización. Por tanto, lo que se trata al momento de legislar es de hallar, por debajo de las sucesivas capas de individualismo que la civilización ha ido sedimentando en cada uno de nosotros, aquella igualdad perdida (25).
La consideración de los aportes técnicos hay que tamizarlos con los requisitos necesarios para formar la voluntad general. Las condiciones materiales posibilitan la democracia si existen individuos capaces de abstraerse del particularismo y de asumir la imparcialidad, colocándose en el lugar de los demás. Este esfuerzo necesita del diálogo para desembocar en decisiones vinculantes que modifiquen las opiniones individuales que contrarían la creación de la voluntad del soberano.
El único individualismo admisible para Rousseau es el que surge de la intersubjetividad y que adquiere contenido en la comunicación. La cooperación contractual requiere: a) la participación directa, b) en deliberaciones públicas, c) de asambleas periódicas, d) que legislan por consenso o mayoría, e) y que designan representantes, f) encargados, siempre sujetos a revocación, de ejecutar las leyes. En virtud de estas reglas se obtendrán resultados colectivamente vinculantes, es decir, decisiones moralmente justas (26).

X. Conclusiones
Muchos comparan el abandono del estado de naturaleza, por parte de una sociedad envilecida por el lucro, con la pérdida del paraíso bíblico sufrida por Adán y Eva en el génesis bíblico. En ambos casos, el pecado como la primera apropiación de la tierra se convierte en el elemento esencial para la comprensión del destierro que sufrirá la humanidad al verse obligada a renunciar a su mítica Edad de Oro.
El deseo incontrolable de probar el fruto bíblico del Árbol del bien y del mal y el afán desmedido por querer saber cada vez más descansarán en definitiva sobre los mismos fundamentos de la idea de la perfectibilidad rousseauniana (27).
En todo caso el drama de la caída no es en Rousseau un episodio ajeno a la existencia terrenal: el filósofo transfiere el mito religioso a la historia humana, que se divide irreparablemente en dos edades. La primera, el momento de la inocencia, que no es otro que el reino apacible de la pura naturaleza. La otra edad, la terrible, es el devenir histórico, que se constituye sobre la negación de la naturaleza original del hombre. La caída, entonces, no pertenece al orden de lo divino y por lo tanto ineluctable, sino que es un accidente de la propia historia humana, radica en la contingencia del acontecimiento y no en la necesidad ontológica. El hombre no está necesariamente condenado a vivir en la desconfianza mutua, en la opacidad del no-reconocimiento inmediato, en el vicio. Puede rehacer o aún deshacer su historia, con el propósito de recobrar la transparencia perdida (28).
En esta búsqueda de la verdad debemos mirarnos a los ojos sin falsas apariencias. “Qué dulce sería vivir entre nosotros, si el continente exterior fuese siempre la imagen de las inclinaciones del corazón; si la decencia fuera la virtud; si nuestras máximas nos sirvieran de reglas” (29).
En la actual situación nacional brota la sensación de que todo depende más de nosotros, aunque el camino no sea fácil. Por eso releer la prédica de Rousseau es indispensable para forjar un pensamiento político democrático que propicie la igualdad y rechace las jerarquías.
En esta idea la libertad también significa responsabilizarse por el otro. El acento ya no recae en la concepción liberal de la libertad como esfera de reserva del individuo frente al Estado, sino en una noción de libertad como participación. Se trata de una concepción positiva de libertad, mediante la cual los ciudadanos contribuyen a la formación de la voluntad pública. Como se ve, a diferencia del liberalismo, en Rousseau la legitimidad del gobierno no radica sólo en el “cómo”, sino también en el “quiénes” (30).
La construcción del sujeto colectivo que se reclama supone avanzar en dirección a la horizontalización y rotación del poder, para lo cual es necesario elaborar otro tipo de cultura, donde crezca y se desarrolle la importancia de la intervención de cada uno como condición indispensable del comportamiento individual y del colectivo. Sin esa condición siempre triunfarán la delegación de responsabilidades, el papel de víctima y los impedimentos para que los liderazgos sean colectivos. La exaltación del individualismo es una manifestación de este orden jerárquico antiigualitario que aparece engañosamente como expresión de la voluntad común (democracia representativa) mientras propicia la cultura del dominio que aflora con sus variados rostros: la competencia, el existismo a ultranza, o la promoción de líderes mesiánicos.
El trueque, las asambleas y los piquetes representan el rechazo de la humillación, la opresión, la explotación y la deshumanización que impone el sistema.
Es un rechazo que niega la negación de la humanidad. Esto significa una política que proyecta en tanto rechaza y rechaza en tanto proyecta: una política imbuida del sueño de crear un mundo de respeto mutuo y de dignidad, imbuida del conocimiento de que este sueño implica la destrucción de todo lo que nos deshumaniza (31).
De las doctrinas políticas rousseaunianas se desprende una oposición a cualquier forma de mediación política, y en particular, a la representación de la voluntad general. Su idea del cuerpo político es radicalmente diferente de la del Estado tal como surge en la Modernidad. La democracia rousseauniana no puede ser vista como una forma de gobierno del Estado, sino que debe ser entendida como una propuesta de organización política no estatal, donde la sociedad reasume libre y consensuadamente su autogobierno directo (32).
La democracia es el régimen de la igualdad y no puede haber igualdad política sin igualdad de riquezas ya que “si se ve un puñado de poderosos y de ricos en la cumbre de la grandeza y de la fortuna, mientras que la muchedumbre se arrastra en la oscuridad y la miseria, es porque los primeros tan sólo aprecian las cosas que poseen en la medida en que los demás están privados de ellas, y que sin cambiar de estado dejarían de ser felices, si el pueblo dejara de ser miserable” (33).
Frente al descenso en sus niveles de vida, la sociedad argentina se aferra a ciertas formas de resistencia. El desarrollo que tiene el trueque es una señal de las dificultades del sistema económico para integrar al conjunto de la sociedad a su dinámica. Las asambleas barriales y los movimientos sociales en general, representan nuevas formas de ciudadanía donde la creación de relaciones igualitarias se apoya en mecanismos de circulación del poder.
Este sujeto colectivo en construcción trata de plantear el hacer diario como un acto creativo de todos y cada uno, y quiere impedir que se incuben líderes individuales que se apropien de las decisiones del conjunto.
Quizás este desafío renueve la posibilidad de dejar de formar parte del público espectador, como deseaba Rousseau, y abordar una crítica radical contra toda la cultura de la civilización que exalta la técnica y termina denigrando al hombre.
Para apostar por una nueva cultura política hoy debemos impulsar lo que está naciendo, es decir el crecimiento de la sociedad civil y la autonomía de las experiencias locales, porque sigue siendo indispensable luchar por recuperar la igualdad perdida.-




Notas

(1) D’ Auria, Aníbal A., El pensamiento político, Depalma, Buenos Aires, 1999, p. 35.
(2) Kersffeld, Daniel, Rousseau y la búsqueda mítica de la esencialidad en el libro colectivo “La filosofía política moderna”, Atilio A. Boron (compilador), Clacso, 2003, p. 403.
(3) Kersffeld, ob. cit. en nota 2, p. 404.
(4) Kersffeld, ob. cit. en nota 2, p. 407.
(5) D’ Auria, ob. cit. en nota 1, p. 152.
(6) Rousseau, Jean Jacques, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Losada, Buenos Aires, 2003, ps. 334/5.
(7) Rousseau, ob. cit. en nota 6, ps. 356/7.
(8) D’ Auria, ob. cit. en nota 1, p. 152.
(9) Rousseau, Jean Jacques, Discurso sobre las ciencias y sobre las artes, Losada, Buenos Aires, 2003, p. 218.
(10) Kersffeld, ob. cit. en nota 2, p. 406.
(11) Rousseau, ob. cit. en nota 6, p. 334.
(12) Rousseau, Jean Jacques, Proyecto de Constitución para Córcega, Tecnos, Madrid, 1988, p. 29.
(13) Cerletti, Jorge Luis, Políticas emancipatorias, Crítica al Estado, las vanguardias y la representación, Biblos, Buenos Aires, 2003, p. 127.
(14) D’ Auria, ob. cit. en nota 1, p. 152.
(15) Rousseau, Jean Jacques, El contrato social, Losada, Buenos Aires, 2003, p. 144.
(16) Cerletti, ob. cit. en nota 13, p. 128.
(17) Cerletti, ob. cit. en nota 13, ps. 129/30.
(18) Rousseau, ob. cit. en nota 12, p. 31.
(19) Cerletti, ob. cit. en nota 13, p. 127.
(20) Cerletti, ob. cit. en nota 13, p. 141.
(21) Cerletti, ob. cit. en nota 13, p. 118.
(22) Colombo, Ariel H., Desobediencia civil y democracia directa, Trama, Madrid, 1998, p. 141, quien cita a G. Sartori.
(23) D’ Auria, ob. cit. en nota 1, p. 61.
(24) Rousseau, ob. cit. en nota 15, p. 75.
(25) D’ Auria, ob. cit. en nota 1, p. 60.
(26) Colombo, ob. cit. en nota 22, p. 13.
(27) Kersffeld, ob. cit. en nota 2, ps. 407/8.
(28) Crespo, Horacio, Introducción de Rousseau, Biblioteca de Obras Maestras del Pensamiento, Losada, Buenos Aires, 2003, p.10.
(29) Rousseau, ob. cit. en nota 9, p. 219.
(30) D’ Auria, ob. cit. en nota 1, p. 62.
(31) Holloway, John, Cambiar el mundo sin tomar el poder, El significado de la revolución hoy, Colección Herramienta, Valentín Alsina, Pcia. Bs. As., 2002, p. 224.
(32) D’ Auria, ob. cit. en nota 1, p. 155.
(33) Rousseau, ob. cit. en nota 6, ps. 359/60.













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